Os voy a contar un cuento sobre llamas. Va a ser muy parecido a cualquier otro cuento sobre llamas que hayáis escuchado: cómo están cubiertas de finas escamas; cómo se comen a sus hijos si no son educadas correctamente; y cómo, al final de sus vidas, se arrojan de los acantilados, como lemmings, para ahogarse en el mar embravecido. Son, en su corazón, criaturas del mar, nacidas para el mar, casadas con él como los pescadores que hacen su vida allí.
Todos los cuentos sobre llamas que podáis escuchar son en realidad el mismo. Lo veis en los libros: el pobre condenado bebé llama siendo masticado por su padre alcohólico. En la televisión: la marea masiva de llamas escamosas cayendo como un gran y majestuoso rebaño sobre el mar. En el cine: llamas macarras fumando cigarros y pintando sus escamas de camuflaje selvático.
Como ya habéis visto este cuento muchas veces, como ya conocéis la naturaleza y la historia de las llamas, a veces os sorprende, por supuesto, encontraros con una llama fuera de esos espacios mediáticos. Las llamas que te encuentras por ahí no tienen escamas. Así que dudáis de lo que veis, y hacéis bromas con vuestros amigos sobre “esas escamosas llamas ” y ellos se ríen y dicen, “¡Sí, las llamas son escamosas fijo!” y olvidáis vuestra experiencia.
Lo que recordáis es la llama que visteis que tenía sarna, que parecía algo escamosa, al fin y al cabo, y aquella otra llama que se mostraba algo agresiva hacia un bebé llama, como si fuera a comérselo. Así que os olvidáis de las llamas que no encajan en la narrativa que veis en películas, en libros, en televisión – esas de las que habéis oído hablar en los cuentos- y recordáis a las que mostraban un comportamiento como aquel del que hablan los cuentos. De repente, todas las llamas que sois capaces de recordar encajan en la narrativa que veis y oís todos los días transmitida por aquellos que os rodean. Hacéis bromas sobre eso con vuestros amigos. Os sentís como si hubierais ganado algo. No estáis locos. Pensáis lo mismo que los demás.
Y llegó el día en que empezaste a escribir sobre tus propias llamas. De forma poco sorprendente, decidiste no escribir acerca de las que habías visto en persona, suaves, mullidas, no canibalescas, porque sabías que no le parecerían “realistas” a nadie. Sacaste las llamas de los cuentos. Creaste llamas caníbales con deseos suicidas, con escamas empapadas de pintura.
Es más fácil contar las mismas historias que los demás. No hay nada especialmente vergonzoso en ello.
Pero es que eso es ser perezoso, que es una de las peores cosas que puede ser un escritor de ficción especulativa.
Ah, y no es verdad.
Siendo alguien con un conocimiento más que casual de la historia (Todo Lo Que Hubo Antes que Yo), siento un interés apasionado por la verdad. La verdad es algo que existe con independencia de que lo veamos, lo creamos, o escribamos acerca de ello. La verdad, simplemente, es. Podemos ponerle otro nombre o fingir que no sucedió, pero sus repercusiones conviven con nosotros, elijamos o no acordarnos de ella y reconocerla.
Cuando me senté a hablar de mi tesina de Master con uno de mis profesores en Durban, Suráfrica, me preguntó por qué quería escribir sobre mujeres que lucharon en la resistencia.
“¡Porque el veinte por ciento de los militantes del CNA eran mujeres!”, exclamé. “¡El veinte por ciento! Cuando lo descubrí no podía creérmelo. Y usted ya lo sabe — las mujeres nunca han formado parte de las fuerzas armadas—“
Él me interrumpió. “Las mujeres siempre han luchado,”, dijo.
“¿Qué?” dije yo.
“Las mujeres siempre han luchado,” dijo. “Shaka Zulú tenía un batallón formado exclusivamente por mujeres. Las mujeres han formado parte de todos los movimientos de resistencia. Las mujeres se han vestido de hombres y han partido a la guerra, salido al mar y participado de forma activa en el combate desde que la humanidad existe.”
No supe qué responder. Yo me había criado en el sistema escolar de los EE.UU. según una dieta inalterable formada por la teoría de la historia de los Grandes Hombres. La historia estaba repleta de Grandes Hombres. Para saber qué hacían las mujeres mientras los hombres se mataban entre ellos tuve que apuntarme a cursos especializados de Historia de las Mujeres. Resultó que muchas de ellas se dedicaban a gobernar países y a idear métodos bastante efectivos de control de la natalidad con repercusiones en la configuración de estados concretos, especialmente en Grecia y en Roma.
La mitad del mundo está llena de mujeres, pero es raro escuchar una narrativa que no hable de las mujeres como gente a la que se le hacen cosas en lugar de como gente que hace cosas. Lo más frecuente es que se hable de las mujeres como hijas de un hombre. Como esposas de un hombre.
Vi un programa de televisión, un reality sobre pilotos especializados en zonas inhóspitas de Alaska, en el que se hacía una pequeña introducción a todos los pilotos donde se hablaba de sus familias y sus pasiones, pero de la única piloto que era una mujer no decían más que era “la novia del piloto X.”. Hasta que rompieron su relación, en al segunda temporada, no tuvo su propia introducción. Resultaba que había vivido en Alaska cuatro veces más tiempo que el resto de pilotos y que, además de ser una piloto de élite, cazaba, pescaba y escalaba muros de hielo.
Pero la narrativa era una “llama caníbal”, nuestros ojos se entelaron y dejamos de verla como otra cosa.
El lenguaje es algo poderoso que modifica, maravillosamente en unos sentidos y terroríficamente en otros, la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los demás. Es probable que cualquiera que sepa algo acerca de los militares o que preste atención a cómo se habla de la guerra en los medios de comunicación se haya dado cuenta de ello.
No matamos “gente”. Matamos “objetivos” (o japos, amarillos o moromierdas). No matamos “adolescentes de quince años” sino “combatientes enemigos” (sí, ahora se registra como combatiente enemigo a cada uno de los adolescentes de quince años o más que mueren en un ataque a distancia con drones. No como adolescente. No como niño).
Cuando hablamos sobre “gente” no estamos queriendo decir “hombres y mujeres”. Queremos decir “gente y personas del género femenino”. Hablamos de “Novelistas Americanos” y “Mujeres Novelistas Americanas”. Hablamos de “Programadores adolescentes” y de “Chicas que son Programadoras Adolescentes”.
Y, cuando hablamos sobre la guerra, hablamos de soldados y de mujeres soldado.
Como ésta es la manera en la que hablamos, cuando abordamos la historia y utilizamos el término “soldado”, inmediatamente se borra cualquier mujer que haya combatido. No sorprende por tanto que quienes desentierran tumbas vikingas ni siquiera se molestaran en verificar si se trataba de tumbas de hombres o mujeres. Había espadas. Las espadas son para los soldados. Los soldados son hombres.
Pasaron años antes de que se les ocurriera analizar los esqueletos encontrados, en vez de decir “¡Espadas significa “hombres”!, para darse cuenta de su error.
Las mujeres también luchaban.
En realidad, las mujeres hacían de todo, aunque pensáramos lo contrario. En la Edad Media, eran doctores y alguaciles, En Grecia eran… Oh, ¡a la mierda! Foz Meadows hace un mejor trabajo que yo recopilando todos los enlaces habidos y por haber, para aquellos que necesiten “pruebas”. Vamos a dejarlo claro: si pensáis que hay algo –cualquier cosa- que las mujeres no hicieran en el pasado, estáis equivocados. Las mujeres –entonces y ahora- hasta se habituaron a mear de pie. Se ponían dildos. Así que incluso las cosas que alguno podría intentar objetar levantando la mano y diciendo “¡Es imposible que las mujeres hicieran X!”… pues sí, lo hicieron. Exceptuando fertilizar a otras mujeres, claro. Pero también en esos casos, había transexuales categorizados como “mujeres” que lo hicieron.
Pero ninguna de estas cosas cabe en nuestra narrativa. De lo que queremos hablar es de la mujer en una sola dimensión: en su capacidad como esposa, madre, hermana, e hija de un hombre. Veo esto todo el tiempo en la ficción, en la literatura y la televisión, y lo escucho en la forma en la que la gente se expresa.
Todas esas llamas caníbales.
Se me hace muy cuesta arriba escribir sobre llamas que no sean caníbales.
James Tiptree Jr. escribió una interesante historia titulada “Las Mujeres Que Los Nombres No Ven”. La leí cuando tenía veinte años, y tengo que reconocer que no entendí en ese momento por qué causó tanto revuelo. ¿Era esa la historia? Y es que… ¡ésta no era la cuestión! Los lectores estamos confinados dentro de la mente del hombre durante toda la obra, un tipo que hace bastante poco y que viaja con una mujer y su hija. Como hombre que es, claro está, nosotros como lectores no las “vemos”. No nos damos cuenta de que, de hecho, las heroínas de la historia son ellas.
Ésta era la historia de un hombre, después de todo. Esa era su narrativa. Era su historia de la que nosotros formábamos parte. Ellas eran solo objetos que pasaban por allí, personajes no jugadores en su paisaje limitado.
No las veíamos.
Cuando tenía dieciséis años, escribí un ensayo apoyando la prohibición de que las mujeres combatieran en el ejército norteamericano. Lo encontré hace poco, rebuscando entre papeles viejos. Argumentaba que no debían luchar porque la guerra es algo terrible y la familia es importante, y si todos esos hombres morían, ¿por qué querríamos que las mujeres murieran también?
En eso consistía mi argumento.
“Las mujeres no deberían ir a la guerra porque, como les está ocurriendo a los hombres ahora, ellas morirían.”
Me pusieron una “A”.
Suelo decirle a la gente que soy la mayor misógina auto-consciente que conozco.
Estaba escribiendo anoche una escena sobre una mujer general y el hombre al que ayudó a sentarse en el trono. Empecé a escribirla utilizando cierta tensión sexual y entonces me di cuenta de la pereza que me estaba dando. Existían otros tipos de tensión.
Había hecho una referencia de pasada a la esclavitud sexual, que tuve que cortar. Casi hice que el hombre utilizara un insulto machista contra ella. Gruñí a la pantalla. Él quería ayudar al hijo de ella… no. ¿A su hermano?… Vale. Ella lo iba a traicionar. Vale. Él había tenido varias esposas que habían muerto… uhmm. No. ¿Consejeras cercanas? ¿Amigas? A lo mejor, solo es que ¿alguien… lo había dejado?
Incluso cuando uno escribe sobre sociedades en las que hay muy poca violencia sexual, o directamente ninguna violencia sexual contra las mujeres, me encuentro escribiendo los mismos tropos y motivaciones. “Bueno, si éste es un malvado, necesito que le suceda algo traumático a esta heroína, así que voy a hacer que él la viole”. Eso fue lo que hice en la primera versión de mi primera novela, que trata sobre una sociedad en la que las mujeres superaban a los hombres en una proporción de 25 a 1. Porque, claro, Eso Es Lo Normal.
En un programa de televisión que vi recientemente, que se suponía trataba sobre una experiencia traumática por la que pasó una joven, en realidad el hecho aparecía para que los dos personajes masculinos se pelearan y discutieran sobre quién tenía la culpa de lo que le había ocurrido a ella. Supuso el borrado del personaje femenino y de su experiencia más flagrante que he visto en mucho tiempo. Ella se encontraba en la habitación cuando ellos se peleaban y revelaban toda clase de cosas sobre sus personalidades, mientras ella parecía confundirse con el entorno.
Olvidamos sobre qué trata la historia. Eliminamos de nuestras historias a mujeres que en nuestras propias vidas son personas firmes, directas, inteligentes, tremendas. Las mujeres apuñalan y mutilan y matan y lideran y gestionan y controlan y dirigen. Lo sabemos. Lo experimentamos a diario. Los vemos.
Pero esto es lo que narramos: dos hombres que discuten a voces en una habitación y una mujer hiperventilando en un rincón.
¿Qué significa “realismo”? ¿Qué significa “verdad”? Se afirma que la verdad es lo que hemos experimentado. Pero el problema es que a menudo es difícil distinguir lo que realmente hemos vivido de lo que se nos dice que hemos experimentado, o de lo que deberíamos haber experimentado. Somos criaturas sociales, y falibles.
Ante un desastre, una persona corriente solicitará una media de cuatro opiniones antes de formarse la suya, antes de emprender cualquier acción. Mediante un entrenamiento riguroso, como el de las fuerzas armadas, se puede entrenar a un individuo para que responda deprisa en ese tipo de circunstancias, pero, normalmente, alrededor del 70 % de los seres humanos simplemente desea seguir con su rutina diaria. Nos gusta nuestra narrativa. Se necesita una evidencia abrumadora y –más importante aún– las palabras de muchas, muchas, muchas personas a nuestro alrededor para que tomemos medidas.
Esto se ve constantemente en las grandes ciudades. Por eso se puede uno liar a puñetazos y agredir a los demás en aceras transitadas. Por eso se asesina a pleno día e incluso se roba en casas de zonas por las que pasa mucha gente. La mayoría de las personas, de hecho, ignoran las cosas que se salen fuera de lo común. O, peor aún, esperan que algún otro se haga cargo de ellas.
Recuerdo que estaba en el tren de Chicago en un vagón con una docena de personas. De repente, en el otro lado del vagón, un hombre se cayó de su asiento. Simplemente… se derrumbó en el pasillo. Empezó a tener convulsiones. Había tres personas entre él y yo. Pero nadie dijo nada. Nadie hizo nada.
Me puse de pie: “¿Caballero? “, le dije, y me dirigí hacia él.
Y en ese momento es cuando todo el mundo empezó a moverse. Le pedí a alguien que estaba en la parte trasera que pulsara el botón de alerta para decirle al conductor del tren que solicitara una ambulancia en la siguiente parada. Después de que yo actuara, había de pronto otras tres o cuatro personas conmigo, tratando de ayudar al hombre.
Pero alguien tenía que dar el primer paso.
El otro día viajaba en un tren abarrotado, en un vagón sin asientos, y vi a una mujer joven de pie cerca de la puerta que cerró los ojos y dejó caer al suelo unos papeles y su carpeta. Estaba apretujada, rodeada de otras personas, y nadie dijo nada.
Su cuerpo empezó a doblarse. “¿Estás bien?” dije en voz alta, avanzando hacia ella, y entonces otras personas miraron, y ella se derrumbaba, y empezó el murmullo, y alguien gritó desde la parte delantera del coche que era doctor, y alguien cedió su asiento, y la gente se movió, se movió, se movió.
Alguien tiene que ser la persona que diga que algo está mal. No podemos fingir que no lo vemos. Porque hay personas que han sido asesinadas y asaltadas en las esquinas por las que circulaban cientos de personas, fingiendo que todo era normal.
Pero fingir que algo es normal no lo vuelve normal.
Alguien tiene que señalarlo. Alguien tiene que hacer que la gente se mueva.
Alguien tiene que actuar.
Disparé mi primer arma en el instituto en casa de mi novio: primero un rifle, y luego una escopeta de cañones recortados. Desde entonces he llegado a disparar decentemente con una Glock, sigo siendo terrible con un rifle, y tuve la oportunidad de probar un AK-47, el arma preferida por los ejércitos revolucionarios de todo el mundo, particularmente en la década de los 80.
Tumbé con mis puños mi primer saco de boxeo de 200 libras cuando tenía 24 años.
Ese golpe significó más. Cualquiera podía disparar un arma. Pero ahora sabía cómo zurrarle bien a las cosas a la cara. Fuerte.
Al crecer, me enteré de que las mujeres cumplían ciertos tipos de papeles y hacían ciertos tipos de cosas. No era que yo no tuviera grandes modelos que seguir. Las mujeres de mi familia eran grandes matriarcas trabajadoras. Pero las historias que veía en la televisión y en las películas, e incluso en muchos libros, decían que eran anomalías. Eran llamas mullidas, no caníbales. Raras.
Pero las historias estaban equivocadas.
Pasé dos años en Sudáfrica y otra década más, una vez que regresé a los Estados Unidos, investigando acerca de todas las mujeres que habían luchado. Averigüé que las mujeres han luchado en todos los ejércitos revolucionarios, y que los ejércitos están compuestos a menudo de fuerzas de combate que entre un 20 y un 30% eran mujeres. Pero cuando decimos “ejército revolucionario” ¿En qué pensamos? ¿Qué imagen se conjura? ¿Tu ejército mental está formado por tres mujeres y siete hombres? ¿Seis mujeres y catorce hombres?
Las mujeres no sólo hicieron bombas y armas de fuego en la Segunda Guerra Mundial; empuñaron las armas y condujeron tanques y pilotaron aviones. La guerra civil, la guerra revolucionaria: nombra una guerra y yo nombraré un caso en el que una mujer cogió un sombrero y una pistola y se marchó para unirse a ella. Y sí, Shaka Zulu también empleó guerreras. Pero si decimos “soldados de Shaka Zulu”, ¿qué imagen conjuramos en nuestras mentes? ¿Pensamos en esas mujeres? ¿O son ellas las que no vemos, las que, si las incluimos en nuestras historias, los hombres dirán que no son “realistas”?
Por supuesto, hablamos de las mujeres que marchaban con Shaka Zulu. Cuando busco en Google “mujeres que lucharon junto a Shaka Zulu”, lo descubro todo sobre su “harén de 1200 mujeres”. Y sobre su madre, por supuesto. Y esta frase era muy popular: “mujeres, ganado y esclavos.” Sin una pausa.
Es fácil pensar que las mujeres nunca peleamos, nunca lideramos, si nunca somos vistas.
¿Qué importa, si contamos las mismas viejas historias, si compartimos las mismas viejas mentiras? Si las mujeres luchan, y las mujeres dirigen, y las mujeres sostienen la mitad del cielo, ¿qué importan las historias frente a la verdad? No cambiaremos la verdad por eliminar a las mujeres de ella.
¿Verdad?
Las historias nos dicen quiénes somos. De lo que somos capaces. Cuando salimos en busca de historias creo que, en muchos aspectos, vamos buscándonos a nosotros mismos, tratando de comprender nuestras vidas y a las personas que nos rodean. Las historias y el lenguaje nos dicen lo que es importante.
Si las mujeres son “zorras” y “perras” y “putas” y la gente a la que estamos matando son los “amarillos” y “japos” y “moromierdas”, entonces no son realmente gente, ¿verdad? Esto nos hace más fácil borrarlos. Más fácil matarlos. No tenerlos en cuenta. Dejar de verlos.
Pero en el momento en que reimaginamos el mundo como una colmena bullente de personas con una variedad de géneros y sexos complicados e historias únicas y apasionadas que todavía estar por contar –esto los hace más difíciles de ignorar. Ya no son, “mujeres, ganado y esclavos”, sino participantes activos en sus propias historias.
Y en las nuestras.
Porque cuando decidimos escribir historias, no sólo contamos historias individuales. Son las suyas. Y las tuyas. Y las nuestras. Todos existimos juntos. Todo sucede aquí. Es turbio y complejo y a menudo trágico y aterrador. Pero ignorando la mitad, asumiendo que sólo hay una manera en la que una mujer vive o ha vivido –en relación a los hombres que la rodean– no es un simple acto de eliminación, sino una censura política.
Llenar un mundo de hombres, de héroes masculinos, de personas de sexo masculino, y de sus “mujeres, ganado y esclavos” es un acto político. Conscientemente, estás eligiendo borrar la mitad del mundo.
Como narradores, podemos elegir opciones más interesantes.
Te puedo decir todos los días que las llamas tienen escamas. Puedo pintarlas. Puedo reescribir la historia. Pero yo soy una simple narradora de historias, y mis mentiras no se convierten en narrativa a menos que estés de acuerdo conmigo. A menos que escribas como yo. A menos que tú, también, aceptes mi narración perezosa y la perpetúes.
Tienes que ser cómplice en este borrado para que suceda. Tú, yo, todos nosotros.
No dejes que eso suceda.
No seas perezoso.
Las llamas te lo agradecerán.
Habrá seres humanos reales que también lo harán.
[“‘We Have Always Fought’: Challenging the ‘Women, Cattle and Slaves’ Narrative” apareció publicado originalmente en “A Dribble of Ink el 20 de mayo de 2013. Está nominado a los premios Hugo 2014 en la categoría Mejor obra relacionada y lo compartimos con vosotros con permiso de la autora.]
Gran artículo. Y muy interesantes enlaces a otros análisis.
Recomiendo releerlo varias veces pensando en otros estereotipos sobre colectivos sobre los que se tengan prejuicios o animadversión de cualquier tipo, como pueden ser sociales, políticos, lingüísticos, económicos…
Enhorabuena.
@IgnacioLector
Me sumo a las felicitaciones por el artículo. Muchas gracias.