Espero con impaciencia cada nueva entrega de la serie The Saint of Steel de T. Kingfisher, porque ya sé qué me voy a encontrar y lo que voy a disfrutar con estas novelas tan tiernas, divertidas y algo picantes que se está marcando la autora.
Y es que la fórmula no ha cambiado, pero sigue siendo igual de efectiva. Los paladines supervivientes a la muerte de su Dios viven atormentados por la culpa y por la posibilidad de hacer daño a los demás si no son capaces de controlar sus cambios a berserker. En esta ocasión la novela está protagonizada por Galen, a quien ya conocimos brevemente en entregas anteriores, y Piper, un forense de la ciudad.
Me gusta que en esta ocasión la relación sea homosexual, gracias a que la autora la trata exactamente con el mismo respeto y cariño que en los libros anteriores en las que las parejas eran heterosexuales. También me parece muy importante cómo se profundiza en la cultura de los gnole, que han ido cobrando importancia en cada entrega situada en este universo (no olvidemos que Clockwork Boys y Swordheart también forman parte del mismo mundo).
El “misterio” que han de investigar en esta ocasión también implica la aparición de cadáveres con circunstancias de muerte difíciles de explicar, aunque en esta ocasión la resolución del problema será bastante directa y la novela se centrará un poco más en las consecuencias de las acciones que llevan a esta solución que en la propia búsqueda de la respuesta.
Todo el tono de la novela es bastante divertido, haciendo referencias a protagonistas de entregas anteriores y basándose mucho en los juegos de equívocos de cualquier comedia romántica que se precie, y también en la inseguridad de los protagonistas sobre cómo expresar sus sentimientos. Todo muy amable con humor bastante blanco, aunque como digo no están ausentes las escenas de sexo.
No quiero dejar de mencionar la excelsa labor del narrador del audiolibro, Joel Richards, que realiza un trabajo soberbio tanto en esta novela como en las anteriores.
Aunque me gustaron más las entregas anteriores (con ese mítico: “¡Que no soy monja, que soy novicia!” que se ha quedado en el acervo de mi casa), he de reconocer que no me importaría seguir leyendo novelas de la autora con este patrón, que tantos buenos ratos me hace pasar y que me reconforta muchísimo.