Cualquier manual de literatura nos puede decir que la épica es un género literario cercano al mito, consagrado a narrar las hazañas de los héroes, esas personas humanas desproporcionadamente resueltas que son capaces de superar las situaciones más desesperadas a fuerza de valor o astucia. Un examen somero de esta tradición nos pone en condiciones de afirmar que la vida del héroe transcurre normalmente próxima al oficio de las armas y, por extensión, a la guerra. Las guerras reales e imaginarias han sido los escenarios predilectos de la narración épica; las Cruzadas y la Guerra de Troya, por ejemplo, parecen haber sido formidables viveros de héroes, por lo que hemos leído por ahí. Esta fijación con la cosa bélica es, sin duda alguna, la razón por la que la épica gozó de mayor consideración en épocas y civilizaciones en las que la opinión generalizada coincidía con la que Cervantes pone en boca de Alonso Quijano en el célebre discurso del Quijote sobre las armas y las letras:
Tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena intención como lleva, porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego a su rey y señor natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se alcanzan, si no más riquezas, a lo menos más honra que por las letras, como yo tengo dicho muchas veces; que puesto que han fundado más mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en ellos, que los aventaja a todos.