Las ciudades se derrumban a nuestro alrededor.
Los lofts y los dúplex de la alta cultura se desploman a ras de suelo, donde sus habitantes tendrán que vérselas con la turba de la literatura de kiosko. Las torres más altas de la edición tradicional caen asediadas por la piratería, la autoedición y la edición digital. Las rutas seguras que antes conducían a la respetabilidad académica y a la autoridad intelectual encuentran su pavimento agrietado y nos desvían por carreteras secundarias que no se sabe muy bien a dónde conducen. Incluso en las pocas habitaciones que ocupábamos en las casas de nuestros padres, hemos podido ver un tejido de grietas avanzando por los tabiques, de modo que ahora ya no somos capaces de distinguir el terror de la fantasía, ni ésta de la ciencia ficción; no podemos distinguir lo que es género de lo que no lo es; no sabemos donde acaba la novela negra y comienza el cyberpunk, ni podemos distinguir las fronteras entre el romance sobrenatural, el costumbrismo y la distopía. Los diques del realismo están cediendo, y lo que corre por las calles es el agua turbia que vemos en nuestros sueños y pesadillas.
Hay quien dice que toda época se define por sus conflictos y contradicciones, y que, en realidad, nunca hemos vivido en ciudades que no estuvieran cayéndose a pedazos.
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