Shirley Jackson y el Horror Doméstico.

1. SHIRLEY JACKSON.

El nombre de Shirley Jackson llevaba sonando a mi alrededor algún tiempo como dama fundadora de la literatura americana de terror, y, está bien que lo admitamos, como influencia reconocida por Stephen King. Así que cuando nos planteamos revisar la literatura escrita por mujeres, pensé que era mi oportunidad para averiguar algo más de esta autora y leer por fin  Siempre hemos vivido en el castillo (ed. Minúscula).

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A poco que cualquiera bucee un poco en la red, puede saber que Jackson era una mujer de su casa, como nosotras, una  que empezaba sus mañanas exprimiendo zumo de naranjas naturales y empacando bocadillos en bolsas de niños que se subían a un autobús amarillo para ir al colegio; una que tenía de todo: su familia, de clase media, había considerado oportuno que la joven persiguiese sus sueños en la universidad de Syracuse y fue en el periódico de esa institución donde habría  de conocer a su mejor mitad, Stanley Edgard Hyman. El señor Hyman era crítico literario de mediano prestigio que llegó a trabajar en la universidad y a escribir en el New York Times, también quedan registros de las conocidas las veladas literarias que se organizaban en el hogar de los Jackson. Shirley, por su parte, no se dedicaba en exclusiva, como la mayor parte de las norteamericanas acomodadas de su época a disfrutar del cuidado de sus hijos y de su casa con tranquilidad, sino que todavía reservaba tiempo para dedicarlo a escribir. Es conocida primeramente por el relato La Lotería, pero no debería extrañarnos que con las obras que consiguió numerosos premios y popularidad fue con sus ocurrentes relatos acerca de las anécdotas que recolectaba en su feliz vida de esposa suburbana. Publicadas de forma individual en las revistas más relevantes de la época como New Yorker, Mademoiselle, Harper’s, Woman’s Home Companion, Good Housekeeping, Collier’s, Ladie’s Home Journal, Woman’s Day, estos relatos costumbristas, fueron reunidas con posterioridad en sus libros más conocidos: Raising demons y Living among the savages, que, según sus propias palabras eran relatos irrespetuosos de la vida de sus hijos.

220px-LifeAmongTheSavagesDesagraciadamente, Shirley Jackson murió muy joven, a los 49 años, mientras dormía en la casa en la que había disfrutado de su vida familiar y que ella misma describía de esta forma: “Our house is old, and noisy, and full. When we moved into it we had two children and about five thousand books; I expect that when we finally overflow and move out again we will have perhaps twenty children and easily half a million books; we also own assorted beds and tables and chairs and rocking horses and lamps and doll dresses and ship models and paint brushes and literally thousands of socksLife Among the Savages.

Y ahora me veo obligada a justificar toda esta prolijidad biográfica, pues yo os la evitaría gustosamente si el libro al que nos enfrentásemos fuese un libro más fácil de leer, lo mismo que me habría evitado a mí misma quebraderos de cabeza. Y es que el libro es, como mínimo, insólito. Podemos llamarle raro, narrativa extraña o incluso weird, pero vamos, que no es fácil determinar qué es lo que estamos leyendo. Así que busqué algo de bibliografía sobre su vida y obra, y  fue leyendo sobre su vida cuando aprecié el conflicto: la misma mujer que relataba chispeantes anécdotas domésticas,  escribía unos relatos y novelas, como la que yo acababa de leer, en las que las protagonistas se enfrentaban a situaciones más que desasosegantes. Se había dado a conocer con una historia inquietante titulada La Lotería en la que el premio era ser lapidado por tus propios convecinos hasta la muerte. Pero, fue en  los años 50 cuando empezó a publicar sus novelas, que presentan situaciones y conflictos que dejan ver la maldad que hay dentro de las personas, y que culminan con la publicación de The Haunting of Hill House (1959) y We have always lived in the Castle (1963).

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La publicación de Siempre hemos vivido en el castillo coincidió en el tiempo con el final del equilibrio de la mente de Jackson, transformándola de  una escritora capaz y funcional en una mujer seriamente dañada que no se atrevía a abandonar su habitación. En los 60 el encanto se había roto: su marido se había enamorado de otra mujer, sus hijos habían crecido y desde hacía diez años se había abismado en un ciclo de anfetaminas y tranquilizantes para perder peso. Siempre había usado la escritura para exorcizar sus demonios, pero de esta novela dijo: “I have written myself into the house”. Para acción de gracias de 1962, Jackson rehusó salir más de su casa. Después de estar meses encerrada, visitó a un psiquiatra. Pero tuvieron que pasar tres años antes de que fuese capaz de escribir otra novela. Antes de su muerte tan sólo había completado veintinueve páginas.

HORROR DOMÉSTICO.

Así que su literatura de horror y su prosa costumbrista no están tan distanciados, porque Siempre hemos vivido en el castillo es un libro de horror, pero no del horror cósmico que os gusta, ese que desafía vuestras apuntaladas concepciones metafísicas que, huyendo del dualismo que tan oportunamente recrea la Santa Iglesia Católica en estas fechas para deleite de turistas y nativos, abandonasteis para caer en el más estricto materialismo científico; no, este horror es del que da miedo: horror doméstico.

El libro comienza con un párrafo citado hasta la extenuación en la red  –no sin motivo-, y que os pongo aquí a ver si os pone los dientes largos:”My name is Mary Katherine Blackwood. I am eighteen years old, and I live with my sister Constance. I have often thought that with any luck at all, I could have been born a werewolf, because the two middle fingers on both my hands are the same length, but I have had to be content with what I had. I dislike washing myself, and dogs, and noise. I like my sister Constance, and Richard Plantagenet, and Amanita phalloides, the death-cup mushroom. Everyone else in our family is dead”.

Ahí ya vemos que está narrado en primera persona por una voz peculiar, tan peculiar que mi hizo dudar varias veces ya no de su fiabilidad como narradora, sino de mi lucidez como lectora. Y es que Merricat Blackwood, la protagonista que vive junto con su hermana Constance y su tío Julian en la casa familiar, sufre del acoso de sus vecinos, unos paletos americanos, todo hay que decirlo; pero la familia Blackwood también deja mucho que desear. Para empezar, la única que sale de casa una vez a la semana a conseguir comestibles es Merricat, Julian está enfermo, y Constance padece tal agorafobia que tan sólo puede salir al huerto del que se ocupa. Luego nos enteramos de que son los únicos supervivientes de un envenenamiento por arsénico que sufrieron el resto de miembros de la familia. Ellos viven muy felices en sus rígidas rutinas sin tener el más mínimo deseo de que éstas cambien. Y ahí vendrá el problema, como os podréis imaginar, cuando el primo Charles llega en pos de la persona de Constance y del dinero que guardan en su caja fuerte. Podría seguir hablando del argumento, pero, debido a la forma en que se va desvelando en la novela, que espero convenceros para leer, merece la pena llegar a ella virgen.

 

300x300Aunque el libro trata de las relaciones de las dos hermanas entre sí y con los vecinos, y Shirley Jackson nunca tuvo una hermana, la propia autora siempre dijo que en su ficción hablaba sobre su vida “The genesis of any fictional work has to be human experience. This translation of experience into fiction is not a mystic one. It is, I think part recognition and part analysis. An incident, carefully taken apart, examined as to emotional and balanced structure, and then carefully reassembled in the most effective form, slanted and polished and weighed, may well be a short story”.

Durante la lectura no podía evitar notar que, a pesar de que las actividades que llevan a cabo las protagonistas son de lo más cotidianas y rutinarias (comprar, cultivar, cocinar y comer la comida, y, a veces pasear o leer), y sabemos que son completamente felices –como se repiten entre ellas a menudo- y que lo único que temen es que haya algún cambio en sus costumbres; no podemos dejar de percibir algo monstruoso en todo ello. Comprendemos que Julian está viviendo sus últimos días (algo de lo que sus sobrinas hablan a menudo), y a veces, podemos llegar a pensar que Merricat y/o Constance están muertas, que son fantasmas, que ellas también acabaron con su vida la noche del envenenamiento. Pero sabemos, que, si así fuese, otros elementos de la trama no tendrían sentido. Esta ambigüedad, me pareció problemática e inquietante -me gusta saber si el narrador está vivo o muerto, qué se le va a hacer-, ya que o fallaba la intención autorial, o yo era una lerda que no entendía lo que estaba leyendo, hasta que me di cuenta de que había una explicación más sencilla, y es que la ambigüedad sobre la posible condición de difuntas de las protagonistas fuese algo deliberadamente perseguido por una autora que quisiese hablar de la muerte en vida, de lo que Simone  de Beauvoir comparó con el trabajo de Sísifo que mantenía a las mujeres en un estado de inmanencia: “Pocas tareas son tan parecidas a la tortura de Sisyphus como el trabajo doméstico, con su infinita repetición: lo limpio se ensucia, lo sucio se limpia, una y otra vez, día tras día“. (El segundo sexo)

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En el mismo año en que se publicó Siempre hemos vivido en el castillo, (1963) Betty Friedan publicó La mística femenina. En este libro trató “el problema sin nombre”, como ella llamó a la epidemia que afectaba al ama de casa de clase media suburbana de los años 60. Esas mujeres fueron las que, cuando los veteranos volvieron de la II Guerra Mundial y se encontraron con que sus puestos de trabajo habían sido ocupados por mujeres cualificadas, respondieron alegremente a la ideología que propugnaba la vuelta de las mujeres al hogar, a disfrutar del cuidado de sus hijos que sólo ellas podían ofrecer, y a ser los sujetos de las atenciones de todos los “expertos” en economía doméstica, nutrición infantil, psicología de la infancia, y decoración del hogar que veían en ellas un cliente perfecto para todos esos productos que les vendían desde las brillantes páginas de las revistas femeninas, productos cuya venta sostenía el puesto de trabajo de los hombres que habían vuelto del frente (inserte usted aquí su teoría capitalista favorita). Las revistas antes mencionadas en las que la propia Shirley hizo su carrera como relatista fueron, junto con la televisión y el cine, los principales heraldos de esta ideología de la que trata Betty Friedan en su ensayo.  Así que todas estas jóvenes sobradamente preparadas se sometieron de buen grado a su vida de valla blanca en las urbanizaciones suburbiales recién edificadas para alojamiento de la clase media, mientras su marido, como buen proveedor, viajaba a diario a su trabajo en la ciudad y sus hijos –tres, cuatro, normalmente- ,  necesitaban ser alimentados, vestidos, peinados y transportados de aquí para allá durante su infancia y adolescencia.

En La mística femenina Betty Friedan habla de Shirley Jackson, como adalid de  “Una nueva generación de mujeres escritoras empezó a escribir sobre ellas mismas “como si fuesen amas de casa”, sacando punta a las anécdotas relacionadas con la domesticidad, una lavadora excéntrica o una reunión de la asociación de padres”. Las historias de Jackson nos ofrecen una visión irónica de la dura vida del ama de casa “After making the bed of a twelve year old boy week after week, climbing Mount Everest would seem a laughable anti-climax” escribió en McCall’s en abril de 1956. Así que tampoco nos debería extrañar que diga que se dedica a escribir porque: “It’s the only way I can get to sit down

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Jackson no sólo colaboró en revistas que difundían la ideología que podemos llamar de Martha Stewart, (o de Sección Femenina, vamos), sino que, además, murió debido al abuso de anfetaminas, tranquilizantes, alcohol y obesidad, como una mujer de su tiempo, víctima de la epidemia silenciosa de la que habla Betty Friedan en La mística femenina. El objetivo declarado de Friedan es explicar las inquietantes cifras de suicidios femeninos y de dolencias psiquiátricas en EEUU en los años 60, y ofrece como principal explicación la frustración que provocaba en estas mujeres la vida que se les proponía como perfecta desde los medios. “Puesto que el organismo humano tiene una imperiosa necesidad intrínseca de crecer, una mujer que evade su propio crecimiento aferrándose a la protección infantil del rol de ama de casa sufrirá —en la medida en que ese rol no le permite su propio crecimiento— una patología cada vez más severa, tanto fisiológica como emocional. Para las mujeres competentes, en los Estados Unidos de hoy, estoy convencida de que hay algo en la propia condición de ama de casa que es peligroso. En cierto sentido que no es tan exagerado como suena, las mujeres que se “adaptan” como amas de casa, que crecen queriendo ser “una simple ama de casa”, corren el mismo peligro que los millones de personas que caminaron hacia su propia muerte en los campos de concentración, y los millones más que no quisieron creer que los campos de concentración existían.»[1]

Hay muchísimos aspectos interesantes en esta novela de Jackson que se quedan en el tintero, pero prefiero terminar con esta reflexión: sorprende que pese a su indudable calidad literaria esta autora no es apropiadamente reconocida  -sabemos que hay un relato muy importante llamado La Lotería, pero no sabemos quién lo escribió-. Lynette Carpenter dijo de ella, que había sido “written out of literary history.” Carpenter sugiere que el hecho de que sus publicaciones tuviesen éxito en las publicaciones femeninas, hizo que su producción fuese devaluada por los críticos masculinos.  (Aquí no puedo evitar relatar una anécdota reciente en la que una amiga escritora me decía que empezaba el relato con hostias como panes para que los chicos no se quejasen).  Quizás no sea fútil una discusión sobre si sigue vigente la apreciación que hacía Silveberg de la obra de Tiptree, cuando la elogiaba por la testosterona que desprendía.

Yo veo la apuesta de Carpenter[2] y la subo, porque además de esto, y a riesgo de que mi querido Elías F. Combarro me mente la paranoia, creo que meter el dedo en el ojo de la ideología que sostiene el sistema capitalista del que tu país es adalid universal, no contribuye precisamente a que seas incluida en el canon.

 

[1] P. 368, Betty Friedan, La mística femenina.

[2] Carpenter, Lynette; The Establishment and Preservation of Female Power in Shirley Jackson’s” We Have Always Lived in the Castle”.

 

 

 

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