No me gusta pasar miedo. Nunca disfruté con las películas de terror ni soy amante de las sensaciones fuertes –odio las montañas rusas o practicar deportes extremos-. Producir adrenalina de esa manera, no me interesa. Por eso, puede extrañar que me dedique hoy a reseñar una colección de relatos de fantasmas. Pero el autor es el británico Reggie Oliver. Eso lo explica todo. Conocí a Oliver a través de la antología de cuentos weird Sui Generis de la editorial Fata Libelli. Aquel título incluía la maravillosa “Ynys-y-Plag” de Quentin S. Crisp, una historia tan turbadora que aún me hace revolverme en la silla cada vez que pienso en ella. En aquel momento se me hizo imposible reseñar con justicia los tres cuentos incluidos –“THYXXOLQU” de Mark Samuels era el tercero-, de los cuales el primero era “Señora Medianoche” de Oliver. Debo reconocer que no llegó a conmoverme demasiado aquel relato, aunque es cierto que admiré la prosa del británico, elegante y precisa.
Sic Transit recoge nada menos que seis cuentos y un magnífico prólogo del autor, que habla del género de terror -más concretamente de las historias de fantasmas- con gran acierto psicológico. En realidad, ninguno de los cuentos son realmente de terror, si por ello se entienden historias que provoquen miedo en el lector. Se trata más bien de textosweird que generan un profundo desasosiego, una incomodidad a veces sutil y otras muy marcada, una zozobra engendrada a partir de acontecimientos aparentemente anodinos. Como apunta Oliver en su prólogo, se trata de historias que ofrecen la posibilidad de penetrar por unos minutos el mundo de lo metafísico, generalmente la muerte, algo que nos resulta tan atractivo como inquietante y perturbador.
No quiero espoilear los contenidos de la antología, porque me parece que lo mejor que puedo hacer es recomendar directamente su lectura, pero sí me gustaría apuntar a ciertos aspectos que me han parecido llamativos e interesantes. Todas las historias de Oliver están escritas desde la mirada de un personaje que no es, sin embargo, al que suceden los hechos inquietantes. Es decir, el cuento está contado siempre desde el punto de vista de un espectador de primera mano. Por ello solo se narran los eventos de los que dicho personaje es testigo o que le cuentan. Desde el marido de “Flores marinas” o “El señor Popó”, hasta el joven de buena familia y colegios caros de “No tienes nada que temer” o “Kill el sanguinario”, al soltero de “Mal de ojo”. La última historia “El tigre en la nieve” es la única que no está contada en primera persona, y la protagonista es la joven dueña de una galería de arte, curiosamente, la única narradora femenina de toda la colección. Me pregunto si esto es un denominador común en el estilo del británico.
El hecho de que el punto de vista adoptado sea el de un espectador y no el de la “víctima” permite que el lector conozca la historia desde la perspectiva de alguien que lo ha seguido de cerca pero que ha mantenido la suficiente distancia como para ofrecer un relato más “verosímil” que el que se podría esperar de uno de los protagonistas. Estos últimos suelen ser personas a los que, por decirlo de manera que no adelantemos demasiada información, les suceden cosas bastante negativas, -algunas de ellas, irreversibles. En la mayoría de los casos se trata de ciudadanos con vidas normales, incluso triviales, a los que comienzan a acontecerles extraños sucesos pero significativos, que les abocarán a situaciones extraordinariamente angustiosas. Este es el caso de Lord Purefoy en el primer cuento, de la señora Popó en el segundo, o de la artista Tina Lukas en el último. En el resto de los relatos, el desenlace de las víctimas de los acontecimientos es mucho más rotundo y definitivo, si se me permite el eufemismo.
Es interesante la manera en la que Oliver introduce las perturbaciones en la vida cotidiana. Puede tratarse de un libro (como en “Flores Marinas”), una fotografía (como en “El tigre en la nieve”), o el encuentro con alguien (como en “Kill el sanguinario” o “El señor Popó”). A partir de ese momento, la existencia se altera y los protagonistas, más que los narradores, comienzan a experimentar sensaciones de intranquilidad, ansiedad y descorazonamiento. Es como si la alegría de vivir fuera extraída de sus vidas a partir de un totalmente hecho fortuito.
Esa misma sensación se extiende al narrador y, por el poder de la palabra, al lector que, a pesar de encontrarse incómodo, no puede dejar de leer. En ello radica la magia de las historias weird: conmocionar los sentidos, agitar la mente, turbar nuestra razón. Supongo, aunque de una manera totalmente intuitiva, que sospechamos la existencia de unos límites entre el mundo físico y metafísico y que cualquier oportunidad para vislumbrar retazos de este último, aunque sea a través de la ficción, responde a algún tipo de necesidad de nuestro diseño “homo sapiente”. Quizás tenga que ver con el ansia de perdurar, de elevarse por encima de la muerte de alguna manera, de que morir no implique –simplemente- acabar del todo. Hay quienes prefieren pensar en que hay vida después de la muerte y se aferran a algún tipo de creencia religiosa en la que se ofrece un después tranquilo y sosegado. El weird teñido de terror destapa los agujeros por los que se cuela lo transcendente que, a diferencia de las religiones institucionalizadas actualmente, no tiene nada de plácido o sereno. En ese sentido, conecta más con creencias ancestrales como la inevitabilidad del destino y la imposibilidad de escapar de él, que aparecían –por ejemplo- en la tragedias griegas.
Personalmente, lo que más me llama la atención en los cuentos de Oliver es esa evidente incapacidad en todas las tramas para evitar un desastre que se intuye a veces, o se ve venir de forma clara, en otras. Existe un cierto magnetismo en la destrucción, pienso yo. El británico suele describir psicológicamente a los protagonistas con el sesgo propio del narrador que suele ser un familiar, un amigo o un conocido –acquaintance, que dicen los ingleses- y por lo tanto, de una credibilidad cuestionable por su subjetividad o, simplemente, por su falta de empatía o de información. Resumiendo: las víctimas están descritas con la parcialidad del narrador que, sin embargo, es capaz de relatar la historia con cierta distancia.
Las descripciones de Oliver son certeras y están elaboradas con las palabras justas para crear un punto de angustia en el lector: aunque los escenarios, típicamente ingleses, no sean familiares para el lector no-anglosajón, las situaciones son universales y las sensaciones que transmiten la exquisita precisión de las palabras del británico se ven potenciadas por una traducción muy cuidada de Silvia Schettin, quien muestra una enorme compenetración con el texto y un profundo conocimiento de la prosa “oliveriana” y sus técnicas para suscitar la inquietud en la audiencia. La narración suele presentar la misma estructura, una bastante clásica por cierto, en la que el narrador siempre comienza por contar el inicio de su relación con la víctima de la historia, para pasar a describir serie de interacciones significativas entre ambos, y culminar con algún hecho que provoca máxima angustia. Quizás Reggie Oliver no sea un innovador en este aspecto, pero sus historias funcionan bien con esta estructura y personalmente me parece acertada para abordar los temas que trata.
En definitiva, Sic Transit es una colección que se disfruta en un par de tardes y que ofrece historias deliciosamente amenazadoras. La edición digital sigue las pautas de calidad que Fata Libelli lleva ofreciendo a sus incondicionales desde el principio, ediciones en las que se cuida cada detalle, desde la maquetación, a los prólogos (sería estupendo verlos todos recogidos en un mismo título), pasando por las portadas, la selección musical sugerida con la antología y la traducción. Sic Transit es literatura traducida de calidad a precios muy asequibles y que forma parte de un proyecto al que deseo buena salud durante mucho tiempo.