Aunque conocía la labor como guionista tanto de cómics como televisivo de J. Michael Straczynski, lo cierto es que el primer libro que leí suyo fue Becoming Superman, su autobiografía, que me dejó totalmente noqueada con la crudeza de su relato. Así que si bien es cierto que The Glass Box no es lo primero que leo de él, si es la primera obra de ficción que le leo.
The Glass Box es más bien un thriller que una novela de género propiamente dicho, aunque no sería descabellado enmarcarla en el ámbito de la especulación de futuro cercano. Se trata de una novela que se desarrolla casi en su totalidad en un manicomio, pero partiendo de la premisa de que “ni están todos los que son, ni son todos los que están” que tanto gustaba a mi abuelo cuando hablaba de Los Prados (el hospital psiquiátrico de Jaén).
En un taimado movimiento que busca réditos políticos y sobre todo, sujetos aborregados, el gobierno de Estados Unidos pone en marcha un programa para “reorientar” a los sujetos más destacados en las protestas ciudadanas, tratándolos como enfermos mentales cuya rabia mal encaminada les ha conducido a cometer actos violentos contra el gobierno y las fuerzas del orden. Straczynski nos mostrará el germen del proyecto, centrándose en las vivencias de Riley Diaz como una de las primeras internadas en estos centros reacondicionados, donde todavía conviven los enfermos mentales propiamente dichos y los sujetos que se adhieren (o que los adhieren) a esta política.
El resto, os lo podréis imaginar a poco que hayáis visto o leído alguna obra sobre internamiento en este tipo de centros. Privaciones, drogas, maltrato… todo bajo el edicto del bien superior y de la búsqueda de la panacea que cure a los recalcitrantes. The Glass Box es un libro muy incómodo de leer, en parte por la verosimilitud de lo que expone y en parte porque sabemos que el descenso a los infiernos de la locura no está tan alejado de nosotros como nos gustaría pensar.
Sin embargo, Straczynski no carga demasiado las tintas en el horror del tratamiento, si no más bien en la pasividad de los “funcionarios” encargados de llevarlo a cabo, que prefieren ceñirse a los protocolos vigentes antes que denunciar las injusticias y, sobre todo, en la maldad intrínseca que ejerce el que tiene poder sobre el débil. El elemento distópico de la novela, que existe, se minimiza muchísimo cuando te das cuenta de la plausibilidad de los hechos que narra el escritor.
Un futuro, que no sabemos si es posible, pero que es realmente inquietante.